La magia de la pantalla. En ella una y otra vez ese vaquero tullido quién en su cabalgata entre montañas y desiertos, el valle y poblados del oeste, ejercía venganza como justicia. Estábamos allí, con los ojos puestos en la textura de una manta gigante en la que sucedían cosas fantásticas. Los oídos normalizaban el sonido de un proyector que jalaba con diésel, el olor que nos impregnaba incluso la ropa. 

En el taste, ese páramo en el que construimos las mejores aventuras. Enclavado en la falda del cerro La cementera, era nuestro sitio ideal para la diversión. Por la mañana reuniones y planes territoriales, el que se quiera pasar de lanza lo reventamos, aseveración de los más bragados integrantes de la pandilla Los Surfos.

Pero antes de brincar los once o doce años de edad, una pelota era la persecución del sueño y sus placeres, poner el empeine en la esfera, justo en el corazón y ver cómo atravesaba la portería de dos piedras en cada extremo: el mejor de los motivos para que el día valiera la pena. La noche un instante que edificaba la flojera matinal. Invariablemente. 

Tránsito se llamaba, el nombre como un designio. Encendía el motor de su cuerpo y giraba ligero sobre la cordillera del taste. Hombre barbado, sin camisa, flaco, alto, moreno. Casi siempre monologaba en susurro, nadie entendíamos. Ya cuando un balón y otro caían cerca de su paso, se exasperaba y lanzaba piedras; corríamos hacia el cerro, a refugiarnos detrás de los árboles, evitar el impacto de proyectiles. Más de una vez la diarrea por el susto. Ese susto gozoso que da la perversidad infantil: ver al otro en apuros era ocasión también para la risa. 

Nadie lo supo, pero una vez logré conversar con él, fue cuando don Ladino le metió un cuchillo debajo del sobaco a un cochi, el sonido más terrorífico que se estrelló contra las paredes de las casas del barrio, el Tiroblanco. Le pregunté a Tránsito, así como si habláramos de diario, qué le parecía el trochil, sus olores. Me dijo que los animales eran mejor compañía que las personas. Oraciones edificantes para mí, por fin conocía la voz de Tránsito, a mi edad todo era maravilla, y sus ojos, esa manera de mirarme de frente; había una luz distinta a la de los demás ojos, entonces sentí el encandilamiento que permaneció algunas horas. Y en la mente el susurro de su voz. 

El taste nuestro paraíso, la casa de todos, incluso de la familia del cine, húngaros, les decíamos, mujeres de falda largas, hombres fornidos con boinas estilizadas, niños de overol y sombrero, a veces pantalones de terlenca, camisas a cuadros y unos tirantes que les hacían verse como personajes extraídos de las películas que ellos mismos proyectaban en el mero corazón del taste. 

Antes de poner el solo una bocina gangosa que pendía de la caja de una carrocasa, anunciaba el programa: Hombres de acción con el flaco Guzmán y Sergio Goyri; El tunco Maclovio, con Julio Alemán; La dinastía de los hermanos del Fierro, con Mario Almada. Y por ahí el elenco. 

La emoción nos apretujaba en el pecho y armar de entrar de gratis era el destino más inmediato. Cortejar a las muchachas, acarrear agua junto con ellas, ofrecernos para acomodar las sillas, vender palomitas. Cualquier intento era bueno en aras de asegurar nuestra localidad. En ocasiones lo lográbamos, otras veces no nos quedaba más que en medio de la función levantar un pedazo de carpa y escabullirnos hacia el interior, como víboras. Ya cuando por alguna u otra razón no se logaba el cometido, arrojar piedras hacia adentro era el último recurso, entonces la fiesta se interrumpía, los espectadores salían con las sillas sobre sus cabezas, y en coro reclamaban el regreso de sus entradas. 

De lejitos, en lo oscurito, allá en la falda del cerro contiguo al taste, la carcajada significaba celebración. Los húngaros despotricaban y encendían sus reflectores, tiraban la luz hacia todos lados, sin embargo, encontrarnos era imposible, teníamos de aliada una cueva donde cabíamos a perfección mis compas y yo. La emoción se disparaba cuando los húngaros pasaban cerca, una risa de entre nervios y felicidad era contenida con nuestras manos sobre la boca, para que el sonido no nos delatara. 

La celebración se postergaba arriba del picacho, donde luego los proyectos viraron primero al descubrimiento del cuerpo y sus herramientas del placer, revistas para el desarrollo de una película que culminaba con la lluvia desde nuestro interior; más allá, casi junto con pegado, una bolsa se vistió de cemento (el pegamento para las cámaras de las bicis) el olor paradisíaco que nos llevó a otros escenarios, otras realidades, los latidos contundentes y un cosquilleo entre la piel y en medio de la sangre. 

La buchaca, dijo una vez el Gato, y voló como supermán, no quería perderla, en un alucín vivió la infantil destreza de un papalote que se desprendía de sus manos, entonces arrojó la bolsa, regresó del alucín y el mundo se le vino abajo, y se fue hasta abajo. El cuerpo del gato era un mapa de costras e hinchazón. Desde ahí el Gato fue el supermán para nosotros, hasta ese día en el que se quedó prendido de una barda que luego se le vino encima, de cuando quiso pegar un jambo en la casa de los poderosos. No logró su objetivo, tampoco volvió al barrio. No es cierto que los súper héroes sean eternos. 

Yo una vez vi al diablo venir, fue cuando le pegamos el gane a la viejita del catecismo: le robamos los ahorros para la primera comunión de los niños que se alinearon en la capilla, con el varo compramos una lata de cinco mil, luego al cerro, después a la comandancia, de ahí a la casa y los dedos que nos señalaban. Pero lo del diablo fue antes que todo esto, justo cuando la bolsa teñida de amarilla me disparó la imaginación. Desde entonces sé que existe: baila con cadencia, trae un trinche, se maquilla como duende y una trenza le cae por la espalda. No tiene pata de gallo, ni cuernos, ni es color del fuego. Habla todo lo contrario a como me habló el Tránsito, este diablo me agarró del pescuezo, me dio consejos morales, me sugirió que trabajara para regresar el dinero a la señora del catecismo. Desde entonces no lo he vuelto a probar el cinco mil (¿me creen?). Un diablo reparador de sueños. 

Con los pies descalzos, con el ruido en las tripas, con la ilusión del juego. En el taste se construyeron los mejores días de la infancia y adolescencia. En una bicicleta armada con piezas de aquí y de allá, sin frenos, con un alambre como tuerca en medio del poste que sujeta los cuernos, el desplazamiento encima del barrio y la ciudad. 

Así los días y los años. Hubo una vez la mochila al hombro, madrugar para acceder a la secundaria 24, convivir con otras clases sociales, los compañeros que vivían en la colonia Centenario, treparnos a un camión urbano que se convirtió en camión de pasajeros y representar a la escuela en un torneo de futbol, y un hundir la bola en el ángulo y festejar el segundo lugar de la copa interestatal. 

Al Chalo lo vi la otra vez, estaba presto para sacar el filero e informarnos: esto es un asalto. Me conoció de volada, traía yo a mi hijo en brazos, se salió de la farmacia, me esperó, ya en corto me dijo: güerito, eres el güerito, neta que me tumbé el rollo por tu hijo, qué bueno que llegaste, ya me la iba a aventar. 

Nos abrazamos, le di algunas monedas, lo vi alejarse y mientras se perdía por entre las calles, lo miré arriba de su bici rodado dieciséis, la hacía pedazos, así descalzo, de un techo a otro, entre la tierra y piedras de los callejones, su pelo era un pájaro que desellaba locura y felicidad. Pinchi Chalo, el mejor. Un día metió un gol de chilena… 

Texto y fotografía por L. Carlos Sánchez

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Sobre el autor

Carlos Sánchez, escritor hermosillense, fundó MamboRock Editorial.

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